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miércoles, 9 de junio de 2010

Roland Barthes. Los romanos en el cine

El cabello, signo de la romanidad


Roland Barthes, en el prólogo a la edición de su libro Mitologías (1970 ), dirige la lectura de su libro en dos direcciones: "por una parte una crítica ideológica dirigida al lenguaje de la llamada cultura de masa; por otra el desmontaje semiológico de ese lenguaje ", con el fin de desvelar las representaciones colectivas como sistemas de signos, y la mistificación que transforma la cultura pequeño-burguesa en naturaleza universal".

El punto de partida de su reflexión (1954-1956) era "un sentimiento de impaciencia ante lo natural con que la prensa, el arte, el sentido común, encubren permanentemente una realidad que no por ser la que vivimos deja de ser absolutamente histórica: en una palabra, sufría al ver confundidas constantemente naturaleza e historia en el relato de nuestra actualidad y quería poner de manifiesto el abuso ideológico que, en mi sentir, se encuentra oculto en la exposición decorativa de lo evidente-por-sí-mismo". Hoy desgraciadamente percibimos sensaciones muy parecidas.

El libro consta de una serie de ensayos cuyo nexo es la insistencia, la repetición, que dotan de significado a las cosas. Elegimos el ensayo que dedica a los roman@s en el cine, que nos va a permitir descifrar algunos signos y contribuir a la formación de los alumn@s de latín, materia que imparto, por lo que no extrañará el avatar de Roma que uso.

Roland Barthes hace que nos fijemos que en Julio César de Mankiewicz, filme en el que todos los personajes tienen flequillo sobre la frente, que algunos autores identifican con la garra del águila. En este caso unos lo tienen rizado, otros filiforme, otros en jopo (cola con mucho pelo ), aceitado (con aceite), ninguno calvo (entre los actores principales ), aunque las representaciones romanas dan gran cantidad de testimonios de ellos. "Tampoco se salvaron quienes tienen poco cabello y el peluquero, artesano principal del film, supo extraer en todos los casos un último mechón que alcanzó el borde de la frente, de esas frentes romanas cuya exiguidad siempre ha indicado una mezcla específica de derecho, de virtud, de conquista".

Roland Barthes se pregunta qué se atribuye a esos obstinados flequillos, la respuesta es contundente: "Ni más ni menos que la muestra de la romanidad", poniendo al descubierto el resorte fundamental del espectáculo: el signo. "El mechón frontal inunda de evidencia, nadie puede dudar de que está en Roma, antaño. Y esa certidumbre es continua: los actores hablan, actúan, se torturan, debaten cuestiones "universales", sin perder nada de su verosimilitud histórica, gracias a ese emblema extendido sobre la frente; su generalidad puede dilatarse con seguridad absoluta, atravesar el Océano y los siglos, incorporar el aspecto yanqui de los extras de Hollywood, poco importa, todo el mundo está insatalado en la tranquila certidumbre de un universo sin duplicidad, donde los romanos son romanos por el más legible de los signos, el cabello sobre la frente".

Para Roland Barthes el signo funciona en exceo y esto lo desacredita, pero, ese mismo flequillo en la única frente naturalmente latina de Marlon Brando se impone sin hacer reir y no se debe excluir la posibilidad de que parte del éxito europeo de este actor se deba a la integración perfecta de la capilaridad romana en la morfología general del personaje. En contrate, Julio César resulta increíble con ese aspecto de abogado anglosajón y con ese cráneo bonachón rastrillado por un lamentable mechón trabajado por el peluquero.

Dentro de este orden de las significaciones capilares hay un subsigno: el de las sorpresas nocturnas: Porcia y Calpurnia, desveladas en plena noche, muestran los cabellos ostensiblemente desaliñados; Porcia (Deborah Kerr ), más joven, tiene el desorden flotante, apareciendo la ausencia de arreglo, propia de la juventud, en primer grado; la segunda, Calpurnia, más madura, presenta un punto flojo más trabajado: una trenza contornea su cuello y aparece por delante del hombro derecho, imponiendo la asimetría, signo tradicional del desorden. Pero Roland Barthes considera que estos signos son excesivos e irrisorios, ya que postulan una naturalidad que no son capaces de mantener hasta el final, y por lo tanto no son francos.

Otro signo de este filme es el sudor. Soldados, conspiradores, hombres del pueblo sudan en abundancia (sudor de vaselina), y esto en abundantes primeros planos está cargado de intención. Para Roland Barthes es el signo de la moralidad. Todos sudan porque se debaten en el seno de una virtus que se atormenta horriblemente, en el mismo lugar de la tragedia. El pueblo, traumatizado por el asesinato de César y el discurso de Marco Antonio suda, combinando en un mismo signo, económicamente, la intensidad de la emoción y el carácter grosero de su condición. Pero los hombres virtuosos, Bruto, Casio, Casca, también sudan, testimoniando el enorme tormento fisiológico que en "ellos opera la virtus que va a nacer de un crimen" . Sudar es pensar. En todo el film solo un hombre no suda, permanece lánguido, imberbe, hermético: César, objeto del crimen, permanece seco, pues él no sabe, no piensa, debe conservar el aspecto nítido, solitario y limpio del cuerpo del delito.

Barthes concluye que Mankiewicz utiliza signos ambiguos, que permanecen en la superficie, aunque pretenden ser profundos; quiere hacer comprender algo, pero al mismo tiempo se finge espontáneo, se declara a la vez intencional e inevitable, artificial y natural, producido y encontrado. "Esto nos puede introducir a una moral del signo", que debería darse bajo dos formas extremas: intelectual o inventado cada vez. Concluye criticando ferozmente el signo intermedio de Mankiewicz ( el flequillo de la romanidad o la transpiración del pensamiento ), que teme tanto a la verdad ingenua como al artificio total y mezcla signo y significado. Para Barthes es una duplicidad propia del espectáculo burgués que utiliza un signo bastardo, entre el intelectual y el visceral, pretencioso, que bautiza con el nombre de natural.








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