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lunes, 19 de septiembre de 2011

Orestes. Eurípides.




Hace ya seis días que se ha perpetrado el matricidio. Han privado de la vida a la reina Clitemnestra y al rey Egisto. Nadie les dirige la palabra, temen ser contagiados del miasma que emanan. Son odiados y permanecen en el palacio de Micenas bajo libertad vigilada. No pueden escapar. Hay gente armada situada en puntos estratégicos que lo impiden.


Electra prologa el drama evocando la desgraciada saga de sus antepasados tantálidas (1), cuyas razones no se atreve a desvelar puesto que son indecorosas para una doncella. Orestes es víctima de su conciencia, los remordimientos le consumen: está enfermo, totalmente desfigurado parece muerto. Ha perdido totalmente la razón, la locura y el delirio han hecho presa en él.


Los anteriores dramas en los que interviene Orestes, de Esquilo y Sófocles, son las Erinas(2) las que le persiguen y atormentan. Aquí Eurípides sustituye a las diosas por la locura y el delirio. Tiene momentos de lucidez en los que puede razonar, llegando incluso a decir que si le hubiera pedido consejo a su padre, Agamenón, acerca de si debía matar a su madre en venganza le hubiera disuadido: “me habría dirigido muchas súplicas, por este mentón, para que no blandiera nunca la espada contra el cuello de aquella que me dio a luz, ya que él no iba a recobrar la vida y yo, torturado, iba a padecer este colmo de desgracias”.


En la primera parte del drama se debate entre la asunción del horrendo crimen: “La conciencia, porque sé que he cometido actos terribles” y el traspaso de su responsabilidad a Apolo: “Febo, que me ordeno cumplir el asesinato de mi madre”. Desembarcan en Nauplia (3), Menelao y Helena después de su azaroso viaje desde Troya. Eurípides no pierde ocasión en denunciar los males que acarrea la guerra: en el mundo griego es Helena sin lugar a duda la responsable; su infidelidad resultó más fatal que los deseos de gloria y las perspectivas de un generoso y pingüe botín de un pueblo esencialmente guerrero como el aqueo; y así Helena no se atreve a ir a la tumba de su hermana Clitemnestra para honrarla haciendo libaciones fúnebres: “Temo a los padres de los que murieron en Ilión”.

Orestes ha depositado su esperanza de salvación en Menelao, le debe favores a su padre y el instante es propicio para que al menos le devuelva alguno, le dice: “… Soy reo de injusticia. En pago de ese delito he de recibir algo injusto de ti. Pues también mi padre Agamenón reunió injustamente a Grecia y llego hasta Ilión, no por su delito personal, sino tratando de remediar la falta y la injusticia de tu mujer. Debes devolverme este favor, el uno a cambio del otro… Págame, pues, lo mismo que entonces recibiste, esforzándote durante un solo día, presentándote como nuestro valedor, sin cumplir tu carga durante diez años. En cuanto al sacrificio de mi hermana en Aúlide, eso dejo que te lo ahorres. No mates tú a Hermíone …”


La respuesta de Menelao es propia de Maquiavelo: le quedan muy pocos hombres y no puede intentarlo por la fuerza. Ha de utilizar la persuasión: “Cuando el pueblo se levanta enfurecido, es parecido a un fuego salvaje para apagarlo. Pero si uno con calma cede y le suelta cuerda mientras él se precipita, aguardando el momento oportuno, probablemente lo verá desfogarse. Y cuando relaja sus ímpetus, fácilmente puedes conseguir de él lo que quieras.”


Siente vergüenza ante la presencia de su abuelo materno, Tindáreo: “Me domina la vergüenza al presentarme ante sus ojos después de lo que he hecho. ¿Qué sombra extenderé sobre mi cara¿Qué nombre colocare ante mí para rehuir las miradas de los ojos del anciano? Tindáreo le recrimina no ajustarse a la ley común de todos los griegos: “entablar un proceso criminal, prosiguiendo una acción legal legítima y expulsar del palacio a su madre”, más adelante continúa: “Pues aunque justamente la considero perversa, él se ha hecho más perverso al matarla. Te preguntaré Menelao, solo esto: si a uno le asesina su mujer que comparte su lecho, y el hijo de éste mata luego a su madre, y luego su hijo va a vengar el crimen con el crimen de nuevo, ¿hasta dónde va a llegar el final de los males? Bien dispusieron eso nuestros antepasados de antiguo: a quien se encontraba reo de sangre no le permitían mostrarse ante los ojos de los demás ni salir a su encuentro, y dejaban que se purificase en el destierro pero no le mataban”. Más adelante continúa: “Pero defenderé, en la medida de mis fuerzas la ley, tratando de impedir ese instinto bestial y sanguinario, que destruye de continuo el país y las ciudades”.


En la réplica Orestes justifica el crimen: “Mi padre me engendró, tu hija me dio a luz, tras recibir la simiente de otro como la tierra. Sin padre no podría nacer un hijo. Decidí en conclusión que era mejor intervenir a favor del fundador de la estirpe que de la que había soportado la crianza”. Semejante argumento aparece también en la Orestíada de Esquilo, en el juicio que se celebra en la colina de Ares de Atenas en relación al matricidio, pero aquí esgrimido por Apolo: “es el varón y no la hembra el verdadero progenitor” El argumento es sancionado por Atenea que rompe el empate de los jueces puesto que los derechos del padre pesan más que los de la madre.

Contrapone la conducta de su madre con la de Penélope, modelo por antonomasia de virtud (3), honestidad, fidelidad al marido y lealtad femenina en condiciones extremas: el lecho de Odiseo continúa intacto y no ha vuelto a casarse aún a pesar de las presiones a las que está sometida. Al menos según la versión acuñada por Homero que es la que ha prevalecido y forjado el modelo de mujer asumido durante milenios por una sociedad dominada por los hombres.


Aparece Pílades, es expulsado de su patria, la Fócide (4), por su padre por ser cómplice de tan nefando crimen. Le urge a tomar decisiones. Convienen en presentarse ante la asamblea que se celebra en Argos en la que van a votar todos los ciudadanos la sentencia a aplicar. Deben defender su causa. Sus razones al menos deben “parecer” convincentes. Sus argumentos, débiles: Apolo ha ordenado el crimen , “he favorecido a toda Grecia puesto que las mujeres no tendrán ningún reparo en matar a sus maridos bajo cualquier pretexto”.


Se defienden todas las posturas, los ciudadanos que abogan para que se les lapide son personas “que confiando en el barullo y la desvergonzada libertad de palabra, son capaces de impulsar a la gente a cualquier desatino”, otros sin embargo le defienden abiertamente y piden que se le corone porque “que iba a impedir con su crimen que nadie armara su brazo y dejara su hogar para partir en campaña, con recelo de si los que se quedaban en la patria iban a destruir sus hogares y a corromper a las mujeres de los ausentes”. Estos que los defienden no son personas elegantes, son valientes y sencillas: “practican un género de vida irreprochable”. El rey Diomedes (5) propone la solución tradicional: el destierro pero no la muerte.



En el mundo micénico, el familiar varón más próximo a la persona asesinada tenía que tomar cumplida venganza, si bien el asesino podía refugiarse en determinados templos como suplicante, gozando de inmunidad a la vez que sus familiares negociaban una indemnización para los familiares directos de la víctima. Como recalca Tíndareo se establece de esta forma una cadena de asesinatos que no tiene fin con consecuencias indeseables para el país. La sociedad reacciona creando los tribunales de justicia, los homicidios dejan de ser un asunto familiar para convertirse en un asunto de estado. Es un magistrado o un tribunal el encargado de hacer justicia y el que dicta la sentencia a aplicar. En Atenas se establece el Areópago, tribunal encargado de juzgar los casos de homicidio.



Desde el punto de vista religioso, toda persona que cometía homicidio, voluntario o no, quedaba contaminada, puesto que era una grave ofensa a los dioses y, este hecho estaba tan enraizado en la sociedad que para aquellas personas que habían sido condenado al destierro como consecuencia de homicidio y eran juzgadas de nuevo por otro asesinato, el nuevo juicio se celebraba en un barco, fuera del Ática, para no contaminar el país. Menelao, no es valiente y leal a su sobrino y no le defiende, Tindáreo le ha dicho que se olvide del cetro de Esparta si le apoya. El pueblo está muy indignado por el matricidio perpetrado y tienen muchos enemigos: los amigos de Egisto, Eax (6), etc. Solo han conseguido con su intervención no morir lapidados, deben suicidarse.


Cuando en palacio se disponen a ejecutar la sentencia, Pílades le propone que retarde su ejecución a fin de vengarse de Menelao que no ha sido fiel a la familia, incapaz de defenderle puesto que tiene sus esperanzas puestas en el cetro de Micenas, puesto que será el único atrida.
Repentinamente Pílades esboza una solución que es perfeccionada por Electra. A Orestes ya no se le conocerá como el “matricida”, sino como “el matador de Helena”: “Ahora Helena pagará su culpa a aquellos a cuyos padres envió a la muerte, a los que les mató los hijos, y a las jóvenes esposas que dejó privadas de sus maridos”.


Ello requiere deshacerse de los servidores frigios de Helena, naturalmente eunucos, matar a Helena y tomar como rehén a Hermione a fin de chantajear con su vida a Menelao. Cuando la punta de la espada de Orestes ha atravesado la primera capa de la epidermis de Helena e intenta progresar para hundirse totalmente en su garganta con fatal desenlace, se torna invisible desapareciendo. Fuera del palacio, Electra, personaje en el que Eurípides carga las tintas, no ofrece casi ningún rasgo humano, se comporta como una heroína clásica: no siente en absoluto ningún remordimiento, ha sido Apolo quien ha ordenado el matricidio por haber asesinado y sido infiel a su marido. En un delirio de éxtasis grita: “¡ matadla, asesinadla, degolladla, hincadle los dobles puñales de doble filo con todo el impulso de vuestros brazos, a la que abandonó su patria y a su marido, la que aniquilo a muchísimos griegos…”


Por fin, desde lo alto aparece deux ex machina, Apolo, y a su lado Helena; se declara culpable del homicidio y salvador de Helena por mandato de Zeus; como hija de Zeus debe vivir “en los confines del éter tendrá su residencia”. Helena tampoco es culpable de la guerra de Troya: los dioses fueron los que la indujeron a abandonar a su marido porque “ya que los dioses por la belleza de ésta llevaron a enfrentarse a griegos y frigios, y motivaron muertes, para aligerar la tierra de un exceso de hombres, de una cargazón descontrolada”. Ordena a Orestes: viajar a Atenas donde debe ser juzgado en un tribunal formado por las tres Euménides; casarse con la que instantes anteriores la tenía sometida al filo de la espada: Hermíone. Se despide Apolo instándoles a que veneren a la Paz como la más hermosa de las divinidades.



A lo largo de toda la obra se pone de manifiesto la enraizada y acendrada misoginia del pueblo griego en la época clásica y que muy probablemente a tenor de los datos que se disponen no fuera tan acusad en la época micénica, época de la que se extraen los argumentos de las tragedias. Se deslizan frases como: “Siempre las mujeres surgieron en medio del infortunio para la perdición de los hombres”, “También yo te lo suplico, aunque no soy más que una mujer.” Eurípides deja constancia de su hastío por la política militar que se está llevando a cabo en esta etapa: políticos con carisma, gran encanto personal, inteligentes, con gran capacidad oratoria y que son capaces de embarcar al pueblo en un auténtico callejón sin salida. En efecto, hacía tiempo ya que se había abandonado la prudente estrategia eminentemente defensiva diseñada con gran acierto por Pericles en torno a la guerra del Peloponeso: abandono de toda confrontación en campo abierto donde la superioridad de las fuerzas hoplíticas espartanas no tenían parangón puesto que tenían la mejor infantería y acoso del territorio espartano merced a su muy potente flota que les permitía devastar conveniente territorio espartano no vigilado y huir con gran celeridad.


Ahora , gracias a políticos como Alcibiades, llevan la guerra a Sicilia. El desastre es total y para mayor inri Alcibiades se pasa al lado espartano para evitar que le juzguen por el asunto de las estatuas de los Hermes a los que les han sido mutilados sus falos erectos. Por otra parte está harto de políticos que cambian continuamente de facción según quien sea el que detente el poder. La línea divisoria entre demócratas y oligarcas aparece muy difuminada en aquel momento, los actores principales de la escena política van y vienen de un partido a otro (La antigua Grecia. Historia política, social y cultural; Sarah Pomeroy y otros).




(1) Tántalo era tan amigo de los dioses que incluso comía con ellos. En cierta ocasión los invito a un festín en el que sirvió a su hijo Pélope troceado y cocinado. Los dioses terriblemente enojados lo resucitan y recomponen. Surge un Pélope mucho más bello que es capaz de enamorar a Hipodamía, cuyo padre Enomao solo está dispuesta a cederla en matrimonio a aquel pretendiente que consiga sobrevivirle en una persecución a carros en el que él iba armado y dispuesto a matarlo. Mírtilo, auriga de Enómao, amaña la carrera a instancias de Hipodamía para que su padre pierda la carrera. Enómao muere y Pélope contrae matrimonio con Hipodamía. Como Mírtilo intentase forzar a Hipodamía y apercibido Pélope, precipitó a aquel por un acantilado, mientras caía profirió maldiciones contra la estirpe de Pélope que fueron escuchadas por Posidon, su padre.


Pélope tuvo a Atreo y Tiestes entre otros como hijos. Atreo desposa a Aérope, hija de Catreo, rey de Creta. Pero Aérope amaba a Tiestes y mantenía una relación adúltera con él. Como un oráculo prescribiera que un pelópida fuese rey de Micenas, Tiestes accede al trono mediante un ardid. No contento Zeus, insta a Atreo que le proponga a Tiestes ocupar su lugar si el Sol fuera en sentido contrario al prescrito. Como se produjera este fenómeno, Atreo accede al cetro de Micenas y expulsa del país a Tiestes. Enterado de la relación asesina a los hijos de Tiestes y se los sirve a comer en un banquete. Al objeto de tomar cumplida venganza, acude a un oráculo que prescribe tenga una relación incestuosa con su hija, fruto de esta relación ve la luz Egisto que mata a Atreo y repone en el trono de Micenas a su padre. Agamenón, hijo de Atreo se hace nuevamente con el poder en Micenas, desposando a Clitemnestra, no sin antes haber dado muerte a su marido Tántalo, hijo de Tiestes, y a su hijo recién nacido.


(2) Erinas, diosas nacidas de las gotas de sangre que derramo Urano al serles cortados los genitales por su hijo Cronos. Son las encargadas de castigar determinados crímenes tales como los homicidios y especialmente los parricidios. Se las representa como mujeres que portan serpientes en su cabeza.
(3) Nauplia, puerto situado a escasos kilómetros de Argos fundada por Nauplio, bisabuelo de Palamedes y Éax
(4) Fócide, región griega que limita al este con Beocia, al oeste con Etolia, al sur con el golfo de Corinto y al norte con la Locride.
(5) Diomedes, hijo de Tideo, lidero las tropas de Argos en la guerra de Troya. Aunque tanto Argos como Micenas y Tirinto en época micénica eran centros con distinta entidad, son tratados por los autores trágicos como una misma entidad.
(6) Éax, hijo de Nauplio II y hermano de Palamedes que fue asesinado, mediante un ardid, por Odiseo con el consentimiento de Agamenón. Parece que Odiseo no pudo tolerar ser descubierto por Palamedes en la treta que utilizó para evitar su presencia en la guerra de Troya.


1 comentario:

raelynraber dijo...

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