Sacha Guitry y Daniel Gèlin
Como venis comprobando cada día en clase la atracción que ha ejercido la simbología e iconografía romana a lo largo de la Historia, y la que sigue ejerciendo hoy día en que se siguen llenando las estanterías de las librerías con producciones científicas y de ficción, es enorme. Todos aquellos que han pretendido dominar el mundo han imitado su sistema político e institucional e incluso otros signos más visuales y aparentes como el peinado, el saludo, las enseñas, las águilas...Desde el irreverente Federico Fellini, que llena las estaciones de soldados fascistas con galeas o yelmos áticos o de otro tipo, loricas anatómicas, etc., hasta los ejércitos napoleónicos del neoclasicismo, que vemos en cientos de películas y que fueron trasladados al nuevo mundo. Hay incluso especialistas en reconstruir esta etapa histórica, llamados reenactors en inglés. En la 'corte' de Bonaparte se volvió al gusto por los peinados, indumentaria y decorados de la antigüedad, adasptados a los nuevos tiempos.
Sacha Guitry realiza al final de su vida un biopic sobre Napoleón, visto a través de la mirada de Talleyrand, después de morir el emperador, e intenta dar vida a los hombres que protagonizaron esta gran página de la Historia, animados por el espíritu de conquista del Julio César. El film es un gran flashback en la que el político ambivalente/ director francés intenta probar a un grupo de cortesanos ( y espectadores) cómo se construye un mito, especialmente por los mediocres optimates de la época en su intento de acabar incluso con la memoria del personaje; después de deshacerse de una dama conservadora a la que despide con estas despectivas palabras: "quiere ponerse en el lugar del hombre que juzga". Comienza con el mejor panegírico que se puede hacer a un ser humano: "Una vez existió un ser extraordinario que sin embargo tenía apariencia de hombre".
El film adopta la forma de documental, con los diálogos imprescindibles, dando preeminencia a la voz del narrador en off. Utiliza un curioso recurso estilístico, dos actores para un mismo personaje. El primero (Daniel Gélin) el de un joven y ambicioso militar corso que lucha por abrirse un camino en el ejército, delgaducho, sin carisma; el segundo (Raymond Pellegrin) Napoleón maduro, emperador, que surge de la mano de un peluquero que moldea su cabello a la manera de los romanos, (signo de romanidad según Roland Barthes. Ver en este blog), que nos acerca a la imagen que se nos ha transmitido históricamente.
Bonaparte, alcanzada la cima, en un contexto muy similar al de la República romana que no podía aceptar la monarquía una vez derrocada, adopta, al menos en la forma , las instituciones del imperio: primero un consejo dirigido por tres cónsules, en lugar de dos, y con el fin de repartirse el poder entre las distintas fuerzas de facto, no como en Roma en la que esta magistratura adoptaba la forma colegiada para impedir que una sola persona acumulara todo el poder; después el título de emperador, coronándose el mismo , y desligando con este acto simbólico el poder civil y religioso. Este acontecimiento fue inmortalizado por David). A César se la ofreció Marco Antonio tres veces y no se atrevió a ceñírsela; Napoleón fue mucho más lejos e intentó liberarse de la vigilancia política y terrenal del Ponífice Máximo del cristianismo. Se le atribuye además el intentar forjar a fuego la unidad europea, llegando incluso a la lejana Rusia.
Su declive definitivo se produjo en Rusia, donde el zar optó por la política de tierra quemada, como hiciera Vercingetorix en la Guerra de las Galias contra César, aunque en esta ocasión supuso el fin del líder, que fue destronado y arrinconado en la isla de Elba; aún hubo algún intento de resucitarlo, que fue aplastado por la Coalición de tropas alemanas, holandesas e inglesas dirigidas por el duque Wellington en la Batalla de Waterloo, en la que con las alas recortadas el águila desapareció en los cielos negros de la batalla (Talleyrand).
Pero sus necios y feroces enemigos se encargaron de crear el mito recluyendo al general en Santa Elena, ejecutando a los que le permanecieron fieles, negándole un buen médico, dejándole morir, no escribiendo nada en su tumba...Cuando en 1940 se llevó su cadáver a París el pueblo salió dispuesto a aclamar a su héroe. En esta última secuencia Guitry intenta resucitar al hombre, dar vida al mito de Frankensteín: sitúa la cámara largo tiempo ante el arco del triunfo de los Campos Eliseos, generando de este modo la expectativa en el público, mientras poco a poco aparece por el vano la figura resucitada (al menos en el cine) de Napoleón.
El propio Sacha Guitry encarna el personaje-narrador Talleyrand, aunando en su persona la figura del realizador y del deux ex machina que hace progresar la historia, tanto en la realidad como en la ficción. El realizador/personaje trata con sumo respeto y admiración al militar y estadista francés y es demoledor con sus enemigos, que carecieron de la cualidad de los grandes hombres que, como Alejandro Magno o Julio César, ajusticiaron a los asesinos de sus enemigos vencidos, dando la talla de su grandeza; Sacha Guitry hace decir al propio personaje que él representa que es dificil mantener la dignidad de un hombre que sólo enseñala espalda.
Un buen film que más que narrar hechos históricos penetra en el personaje de un estadista de talla universal y en la psicología de unos hombres que no podían comprender la magnitud de los tiempos en los que estaban viviendo. Por otro revela la mediocridad, también universal y atemporal, de los que creen estar siempre por encima de aquellos los que juzgan e incluso se atreven a decir qué harían en su lugar. La Historia no les ha reservado ni siquiera un pequeño espacio.
El film adopta la forma de documental, con los diálogos imprescindibles, dando preeminencia a la voz del narrador en off. Utiliza un curioso recurso estilístico, dos actores para un mismo personaje. El primero (Daniel Gélin) el de un joven y ambicioso militar corso que lucha por abrirse un camino en el ejército, delgaducho, sin carisma; el segundo (Raymond Pellegrin) Napoleón maduro, emperador, que surge de la mano de un peluquero que moldea su cabello a la manera de los romanos, (signo de romanidad según Roland Barthes. Ver en este blog), que nos acerca a la imagen que se nos ha transmitido históricamente.
Primer Napoleón
Bonaparte, alcanzada la cima, en un contexto muy similar al de la República romana que no podía aceptar la monarquía una vez derrocada, adopta, al menos en la forma , las instituciones del imperio: primero un consejo dirigido por tres cónsules, en lugar de dos, y con el fin de repartirse el poder entre las distintas fuerzas de facto, no como en Roma en la que esta magistratura adoptaba la forma colegiada para impedir que una sola persona acumulara todo el poder; después el título de emperador, coronándose el mismo , y desligando con este acto simbólico el poder civil y religioso. Este acontecimiento fue inmortalizado por David). A César se la ofreció Marco Antonio tres veces y no se atrevió a ceñírsela; Napoleón fue mucho más lejos e intentó liberarse de la vigilancia política y terrenal del Ponífice Máximo del cristianismo. Se le atribuye además el intentar forjar a fuego la unidad europea, llegando incluso a la lejana Rusia.
Su declive definitivo se produjo en Rusia, donde el zar optó por la política de tierra quemada, como hiciera Vercingetorix en la Guerra de las Galias contra César, aunque en esta ocasión supuso el fin del líder, que fue destronado y arrinconado en la isla de Elba; aún hubo algún intento de resucitarlo, que fue aplastado por la Coalición de tropas alemanas, holandesas e inglesas dirigidas por el duque Wellington en la Batalla de Waterloo, en la que con las alas recortadas el águila desapareció en los cielos negros de la batalla (Talleyrand).
Pero sus necios y feroces enemigos se encargaron de crear el mito recluyendo al general en Santa Elena, ejecutando a los que le permanecieron fieles, negándole un buen médico, dejándole morir, no escribiendo nada en su tumba...Cuando en 1940 se llevó su cadáver a París el pueblo salió dispuesto a aclamar a su héroe. En esta última secuencia Guitry intenta resucitar al hombre, dar vida al mito de Frankensteín: sitúa la cámara largo tiempo ante el arco del triunfo de los Campos Eliseos, generando de este modo la expectativa en el público, mientras poco a poco aparece por el vano la figura resucitada (al menos en el cine) de Napoleón.
El propio Sacha Guitry encarna el personaje-narrador Talleyrand, aunando en su persona la figura del realizador y del deux ex machina que hace progresar la historia, tanto en la realidad como en la ficción. El realizador/personaje trata con sumo respeto y admiración al militar y estadista francés y es demoledor con sus enemigos, que carecieron de la cualidad de los grandes hombres que, como Alejandro Magno o Julio César, ajusticiaron a los asesinos de sus enemigos vencidos, dando la talla de su grandeza; Sacha Guitry hace decir al propio personaje que él representa que es dificil mantener la dignidad de un hombre que sólo enseñala espalda.
Un buen film que más que narrar hechos históricos penetra en el personaje de un estadista de talla universal y en la psicología de unos hombres que no podían comprender la magnitud de los tiempos en los que estaban viviendo. Por otro revela la mediocridad, también universal y atemporal, de los que creen estar siempre por encima de aquellos los que juzgan e incluso se atreven a decir qué harían en su lugar. La Historia no les ha reservado ni siquiera un pequeño espacio.
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