El mayor homenaje que la República podía ofrecer a un hombre era la celebración de su desfile triunfal; el general triunfante era conducido por las calles de una multitud agradecida, acompañado por ensordecedores vítores y aplausos. Se le vestía con el púrpura y oro de un rey, sino que se le pintaba la cara de rojo como la estatua más sagrada de Roma, la de Júpiter en el gran templo del Capitolio. Ser partícipe de lo divino era glorioso, embriagador y peligroso, y durante las pocas horas que se permitía, el general se convertía en un espectáculo que admirar. Para la plebe era el vivo ejemplo de que la ambición podía ser sagrada, de que esforzarse por llegar a la cima y para conseguir grandes hazañas, un ciudadano cumplía su deber hacia la República y hacia los dioses.
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